¿Cuántas horas debe
dedicar un profesor a la docencia en aula, cuántas a otras tareas educativas y
cuántas a su preparación? Sinceramente, no lo sé. Primero porque no lo sé ni me
lo he preguntado siquiera y segundo porque supongo que varía enormemente según
la etapa y que debería hacerlo incluso según el tipo de alumnos, según la
materia y según las capacidades del profesor. Los tres últimos elementos ya sé
que son tabú: café para todos. Pero no es lo mismo educar en un medio social
que en otro, leer del libro de texto que preparar materiales propios ni
trabajar a los treinta años que a los sesenta. El primero no es tabú porque
cada cuerpo reivindica, simplemente, igualarse al inmediatamente superior para
acabar con el agravio
comparativo, pero sin contrapartidas:
los maestros quieren horario de instituto pero sin pasar por la licenciatura,
los profesores de instituto quieren horario de universidad pero sin tener que
doctorarse ni investigar, etc.: la carta a los RRMM y, si es posible, la
piñata. Pero sí creo que debería reducirse la presencia en el aula al paso de
la edad del profesor, salvo que no lo desee y pueda mantenerla; que los
profesores más concienzudos e innovadores en la preparación de su trabajo
deberían ser incentivados con mas tiempo para prepararlo (con la condición de
compartir sus resultados) y que el trabajo con grupos o en centros más
difíciles debería ser apoyado con una distribución del tiempo con menos
presencia en aula y más horas de preparación (esto podría organizarse con
carácter general, lo que sin duda daría lugar a perversiones sindicales, desde
arriba, lo que podría provocar arbitrariedades, o desde abajo, como una
subasta: si 3º de la ESO es más difícil para los profesores que 4º, quien
quiera 4º debe ofrecer más horas propias de trabajo presencial, pongamos que un
10% más vigilando el recreo, para hacerse con él y quien se quede con 3º se
beneficiará de la rebaja correspondiente). Pero, insisto, no sé cuál ha de ser
en cada caso el balance adecuado entre horas en el aula y resto. Si sé, por
supuesto, que una clase será mejor cuanto más tiempo se dedique a prepararla...
suponiendo que efectivamente se haga.
Porque ésta, y no otra, es la cuestión. Las comunidades autónomas gobernadas por la derecha (sea PP, UPN o CiU) nos han metido en el debate sobre sobre la distribución de las horas del profesor entre la docencia en aula y el resto. Como reacción, los sindicatos y colectivos de profesores y sus intelectuales incondicionales, que son muchos, han puesto el grito en el cielo denunciando los recortes, el ataque a la escuela pública y los incontables males que se derivarán del mismo. Pero cualquiera que conozca el mundo de la educación un poco de cerca puede darse cuenta de que el primer efecto de esto es que se se pasa a discutir cómo se parte el tiempo y se deja de discutir cómo se emplea cada una de las partes, cuando lo importante es precisamente eso. Grosso modo, podemos decir que el tiempo semanal del profesor se reparte por mitades entre el tiempo en el aula y el tiempo de apoyo al mismo, incluidas en éste tanto las actividades dedicadas a mantener el funcionamiento de la vida en el centro y el aprendizaje de los alumnos en el aula (guardias, tutorías, reuniones...) como las necesarias para sostener el propio trabajo individual del profesor en el aula (estudiar, preparar materiales, programar, corregir, evaluar...). Si en vez de la semana contemplamos el conjunto del año, que incluye un buen número de jornadas no lectivas pero sí laborales (entre las cuales el mes de julio, mientras no se legisle lo contrario) lo cierto es que la segunda mitad mencionada se acerca a los dos tercios del total.
La primera parte, el tiempo en el aula, ya está por sí misma bastante fuera de control. Aunque podemos suponer, y más o menos sabemos, que la mayoría de los profesores emplean razonablemente ese tiempo, también sabemos que algunos lo hacen muy bien y algunos muy mal. Que algunos, por ejemplo, llevan al aula magníficos proyectos, actividades o programaciones que en parte son producto de su trabajo, a veces incluso de un trabajo que va más allá del tiempo pagado (aunque para un periodo anual es bastante menos probable que para uno semanal), mientras que algunos otros repiten cansinamente la misma actividad año tras año, improvisan sin preparación o se limitan a mantener ocupados a los alumnos. El caso es que no existe ningún control efectivo sobre esto: ni de los compañeros, ni de los directores, ni de los inspectores, ni de los órganos colegiados de gobierno, ni a través de la participación de la comunidad, ni a partir de los resultados de los alumnos, porque todo ha consagrado al docente como autoridad exclusiva y excluyente en su aula, desde la tradición de que cada maestrillo tiene su librillo hasta la estrategia ferozmente corporativa de los sindicatos en defensa incondicional de su base. Recientemente se venía abriendo paso la idea de avanzar en la evaluación del profesorado, introducir incentivos, etc., pero gracias a esta torpe política conservadora y a los reflejos y el discurso monocorde de las organizaciones gremiales ya volvemos a la dialéctica maniquea habitual.
La otra parte, el tiempo de preparación y apoyo, es sencillamente el reino de la irresponsabilidad. La disparidad en la manera en que los centros atienden aspectos como las tutorías, la tutela del espacio y el tiempo fuera del aula, las actividades extracurriculares, el funcionamiento de los órganos o las relaciones con su público y con la comunidad es espectacular. Pero lo que se lleva la palma es la coexistencia de educadores para los que todo tiempo y esfuerzo son pocos para mejorar y renovar su trabajo, aquellos que ven la educación como una función social de primer orden y con efectos decisivos para sus alumnos y se consideran compensados ya en parte por poder contribuir a ello, junto a otros cuyo principal esfuerzo es el de limitar su tiempo laboral al tiempo lectivo, y lo que asombra es que, en última instancia, los tratemos a todos por igual, incurriendo en una enorme injusticia y una insultante falta de reconocimiento para los que dan lo mejor de sí. Es el viejo problema de los que eligen la profesión por vocación, los que la eligen por las vacaciones y las distintas combinaciones en medio.
Las actuales medidas de los gobiernos autónomos conservadores en este terreno pueden considerarse malas en sí mismas, pues, rebus sic stantiubus, debilitan el trabajo preparatorio del profesor. No es menos cierto, sin embargo, que están dentro de la legalidad y que los horarios lectivos se habían venido reduciendo de hecho sin ninguna contrapartida asegurada por parte del profesorado, es decir, permitiendo a unos hacer mejor su trabajo y a otros trabajar menos. Quizá quepa aprovechar el momento (nunca dejes escapar una buena crisis) para discutir a fondo las condiciones de trabajo y el compromiso profesional de los docentes.
Porque ésta, y no otra, es la cuestión. Las comunidades autónomas gobernadas por la derecha (sea PP, UPN o CiU) nos han metido en el debate sobre sobre la distribución de las horas del profesor entre la docencia en aula y el resto. Como reacción, los sindicatos y colectivos de profesores y sus intelectuales incondicionales, que son muchos, han puesto el grito en el cielo denunciando los recortes, el ataque a la escuela pública y los incontables males que se derivarán del mismo. Pero cualquiera que conozca el mundo de la educación un poco de cerca puede darse cuenta de que el primer efecto de esto es que se se pasa a discutir cómo se parte el tiempo y se deja de discutir cómo se emplea cada una de las partes, cuando lo importante es precisamente eso. Grosso modo, podemos decir que el tiempo semanal del profesor se reparte por mitades entre el tiempo en el aula y el tiempo de apoyo al mismo, incluidas en éste tanto las actividades dedicadas a mantener el funcionamiento de la vida en el centro y el aprendizaje de los alumnos en el aula (guardias, tutorías, reuniones...) como las necesarias para sostener el propio trabajo individual del profesor en el aula (estudiar, preparar materiales, programar, corregir, evaluar...). Si en vez de la semana contemplamos el conjunto del año, que incluye un buen número de jornadas no lectivas pero sí laborales (entre las cuales el mes de julio, mientras no se legisle lo contrario) lo cierto es que la segunda mitad mencionada se acerca a los dos tercios del total.
La primera parte, el tiempo en el aula, ya está por sí misma bastante fuera de control. Aunque podemos suponer, y más o menos sabemos, que la mayoría de los profesores emplean razonablemente ese tiempo, también sabemos que algunos lo hacen muy bien y algunos muy mal. Que algunos, por ejemplo, llevan al aula magníficos proyectos, actividades o programaciones que en parte son producto de su trabajo, a veces incluso de un trabajo que va más allá del tiempo pagado (aunque para un periodo anual es bastante menos probable que para uno semanal), mientras que algunos otros repiten cansinamente la misma actividad año tras año, improvisan sin preparación o se limitan a mantener ocupados a los alumnos. El caso es que no existe ningún control efectivo sobre esto: ni de los compañeros, ni de los directores, ni de los inspectores, ni de los órganos colegiados de gobierno, ni a través de la participación de la comunidad, ni a partir de los resultados de los alumnos, porque todo ha consagrado al docente como autoridad exclusiva y excluyente en su aula, desde la tradición de que cada maestrillo tiene su librillo hasta la estrategia ferozmente corporativa de los sindicatos en defensa incondicional de su base. Recientemente se venía abriendo paso la idea de avanzar en la evaluación del profesorado, introducir incentivos, etc., pero gracias a esta torpe política conservadora y a los reflejos y el discurso monocorde de las organizaciones gremiales ya volvemos a la dialéctica maniquea habitual.
La otra parte, el tiempo de preparación y apoyo, es sencillamente el reino de la irresponsabilidad. La disparidad en la manera en que los centros atienden aspectos como las tutorías, la tutela del espacio y el tiempo fuera del aula, las actividades extracurriculares, el funcionamiento de los órganos o las relaciones con su público y con la comunidad es espectacular. Pero lo que se lleva la palma es la coexistencia de educadores para los que todo tiempo y esfuerzo son pocos para mejorar y renovar su trabajo, aquellos que ven la educación como una función social de primer orden y con efectos decisivos para sus alumnos y se consideran compensados ya en parte por poder contribuir a ello, junto a otros cuyo principal esfuerzo es el de limitar su tiempo laboral al tiempo lectivo, y lo que asombra es que, en última instancia, los tratemos a todos por igual, incurriendo en una enorme injusticia y una insultante falta de reconocimiento para los que dan lo mejor de sí. Es el viejo problema de los que eligen la profesión por vocación, los que la eligen por las vacaciones y las distintas combinaciones en medio.
Las actuales medidas de los gobiernos autónomos conservadores en este terreno pueden considerarse malas en sí mismas, pues, rebus sic stantiubus, debilitan el trabajo preparatorio del profesor. No es menos cierto, sin embargo, que están dentro de la legalidad y que los horarios lectivos se habían venido reduciendo de hecho sin ninguna contrapartida asegurada por parte del profesorado, es decir, permitiendo a unos hacer mejor su trabajo y a otros trabajar menos. Quizá quepa aprovechar el momento (nunca dejes escapar una buena crisis) para discutir a fondo las condiciones de trabajo y el compromiso profesional de los docentes.
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