Cuando media España
celebraba y la otra media se alarmaba por las movilizaciones iniciadas el 15-M,
un proceso no menos importante se desarrollaba en Chile, protagonizado por
estudiantes de todos los niveles en demanda de una educación pública y más
igualitaria, en un país cuya escuela, la más onerosa para las familias en la
OCDE tras Estados Unidos, nació de la aplicación del neoliberalismo extremo
bajo la bota militar. Bien lejos de ambos, Israel, siempre cohesionado por su
implacable guerra contra los palestinos, nos sorprendía en julio con la salida
de cientos de miles de manifestantes por la justicia social, ante todo contra
la carestía de la vivienda y general. Menos de un mes después, a principios de
agosto, era Inglaterra la que ocupaba los titulares con el inesperado estallido
de Tottenham, pronto extendido al Gran Londres.
Como antecedente e
inspiración, claro, las manifestaciones en que, de Túnez a Siria (por ahora),
una juventud aparentemente encerrada entre la desidia y el fundamentalismo
luchaba de forma masiva, valiente y pacífica hasta resquebrajar el muro
autoritario del mundo árabe. Con la diferencia, obvia, de que estos se
manifestaban haciendo frente a las armas para reivindicar la libertad y la
democracia y aquellos desde el disfrute y desde cierto hartazgo de ambas,
cuestionando su autenticidad y su capacidad para aportarles una vida digna.
Pero, entre tantas movilizaciones y disturbios, hay dos modelos que representan
la disyuntiva de los jóvenes del mundo desarrollado: Inglaterra y España, o
Tottenham y Sol.
Lo surgido este verano en Tottenham sucedió ya en Brixton en 1981; en ambas
en 1985; en Saint-Denis y Clichy-sous-Bois en 2005; en España hubo amagos en
Amate y Los Pajaritos (Sevilla) en 2002; en Estados Unidos podrían buscarse
paralelos con Newark en 1967 o Los Ángeles en 1992. Un déjà vu, un guion con pocas
variaciones. Una acción policial vivida como provocación por jóvenes de un
barrio particularmente castigado por la crisis, el desempleo y la falta de
oportunidades. El incidente en sí no importa mucho: puede tener todos los visos
de un crimen policial, como el acribillamiento de Mark Duggan; puede ser todo
lo contrario, como el malentendido en torno a la prestación de socorro por la
policía a Michael Bailey, herido en una pelea, en Brixton en 1981; o puede
tener mucho de fatalidad, como la electrocución accidental de tres jóvenes (dos
muertos) huyendo de un control policial en Clichy-sus-Bois, en 2005.
En última instancia, los detalles -aparte del drama humano- importan poco,
tanto si son reales como si son maniqueamente desfigurados, pues lo que hace de
ellos la gota que colma el vaso es un escenario continuado de arbitrariedad
policial. En 1981 fue la Operación Ciénaga (swamp... ¡ay, las palabras!) de la policía inglesa contra la
delincuencia juvenil, amparada por la sus law (por suspected), que permitía parar,
registrar y arrestar a cualquier sospechoso de violar ¡la sección 4 de la Ley
de Vagabundeo de 1824! En Francia, Sarkozy, entonces ministro del Interior,
acababa de proclamar la tolerancia cero, anunciando que usaría la kärcher (limpiadora de agua a
presión) contra la racaille (escoria, chusma), a
raíz de unos incidentes previos en Saint-Denis, y la policía había aumentado
los controles preventivos (o abusivos) sobre los jóvenes de las periferias
urbanas.
En Tottenham no se daba
la brutalidad policial de 1981, aunque sí un aumento de los controles; la
historia que se repitió fue más bien la de 1985, cuando Cynthia Jarret murió de
un golpe durante un registro policial en su domicilio; una semana antes otra
mujer había recibido un disparo policial en Brixton, cuando buscaban a su hijo
en el domicilio familiar. En ambos casos, la policía no supo en los primeros
días dar una explicación convincente de lo sucedido, como demandaban la familia
y la comunidad, y el clima se enrareció hasta estallar. En Tottenham, la
policía ni siquiera confirmaba la muerte de Duggan a la familia cuando los
titulares de prensa y los informativos no hablaban de otra cosa, lo que se
interpretó como desconsideración y racismo (es norma de Scotland Yard no
comunicar una muerte a la prensa antes que a los familiares).
Otro aspecto es el recorte de los servicios y prestaciones dirigidos a los
jóvenes. En 1981 y 1985 campaba por sus fueros Margaret Thatcher, estrenando
políticas neoliberales. En 2005 gobernaban Francia Chirac y Villepin. Ahora
gobierna el Reino Unido una coalición conservadora-liberal dedicada a recortar
los servicios sociales, sobre todo los no asociados a la necesidad abyecta y
demostrable que suele requerir el modelo británico de bienestar. Aunque esto ha
sido ignorado y hasta negado por la prensa y eludido por los políticos
británicos, es indiscutible. Se ha suprimido, por ejemplo, la EMA (Education
Maintenance Allowance), pequeña asignación para jóvenes de familias pobres que
siguen estudiando más allá de la edad obligatoria (como las becas-salario
andaluzas, pero más modesta), a la vez que han subido fuertemente las tasas
académicas. Recientemente, el condado de Haringey (donde está Tottenham) cerró
ocho de sus 13 clubes de juventud, dejando a muchos jóvenes en la calle: una
semana antes de los disturbios, un vídeo (The Guardian: http://goo.gl/rvKA4) mostraba a varios vaticinando el aumento de la
actividad de las bandas y advirtiendo, proféticos: "Habrá
disturbios".
En suma, una fórmula infalible: menos servicios sociales, más presión
policial y un detonante. Faltan los alborotadores, pero siempre los hay, en
acto y en potencia, como hay gente extremadamente pacífica y otros muchos que
se inclinarán por una u otra actitud según sople el viento o según las opciones
en presencia. El trasfondo más amplio a nadie se le oculta: una juventud que no
ve futuro en una sociedad que ofrece incontables atractivos pero los traduce en
pocas oportunidades, lo que en términos inmediatos se llama abandono escolar,
desempleo juvenil, dependencia familiar, pobreza... Podemos ver lo afortunada
que está siendo España de que este descontento, enmarcado aquí por una crisis
más profunda, tasas de paro escandalosas, niveles de abandono alarmantes,
precios de la vivienda exorbitantes, proliferación de los ni-nis e imposibilidad de
independizarse se haya traducido en el 15-M, una revuelta política no violenta
enfocada a cambiar constructivamente la política, la economía y la sociedad.
Esperemos que aprendan
también en cabeza ajena -si es que son capaces- quienes no han dejado de lanzar
o reclamar actuaciones policiales contundentes, sean los mercaderes de las
plazas ocupadas, los Gobiernos autónomos de Cataluña y Madrid o la caverna
mediática. El 15-M ha optado desde el principio y con claridad por la no
violencia, hasta el punto de arrastrar a esa posición, de buena o mala gana, a
los amigos de las emociones fuertes, que aquí tampoco faltan. En el fondo, y
aunque sus consignas sean muy críticas con la economía de mercado o las instituciones
y los grupos políticos, nuestros indignados creen profunda y mayoritariamente
en la convivencia y en la democracia, quizá por influencia de sus padres, la
generación de la transición. Algo habrá que agradecer también a los centros
educativos y a los profesores que hoy se ven en la picota, incluso a la
controvertida Educación para la Ciudadanía (¿o serán los culpables de tanta
inquietud?).
Los trabajadores y
activistas comunitarios ingleses no se han cansado de repetir que están
espantados, pero no sorprendidos por los disturbios. Los jóvenes españoles del
15-M han adoptado claramente una vía constructiva ante una situación que los
acogota, pero podrían haber optado también por una vía destructiva, como lo han
hecho sus coetáneos y contemporáneos británicos. Ambas respuestas son
racionales y comprensibles, aunque una sea aceptable y hasta encomiable y la
otra no, pero ninguna era inevitable ni vino dictada por el clima. Aunque
algunos siempre preferirán el orden o la violencia, para muchos la opción por una
u otra respuesta depende de la percepción de su viabilidad y sus costes. El
problema del Reino Unido es ahora apartar a esos descontentos de su respuesta
desesperada ofreciéndoles oportunidades individuales y vías de participación
colectivas; el de nuestro Reino Desunido consiste en que no terminen cansándose
de no ser escuchados y pasen a prestar oídos a los voceros de desesperación y
la destrucción; y el de ambos, por supuesto, regenerar la política y controlar
la economía que nos han traído aquí. Haríamos mejor en escuchar sus críticas y
sus propuestas, incorporándolas al debate político, y en respetar su espacio de
expresión, incluida su presencia en la calle.
Mariano Fernández Enguita es
catedrático de Sociología en la Universidad Complutense.
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