Tras obtener el título de licenciada en Ciencias Exactas, en
1972, estuve dando clases de matemáticas en establecimientos de segunda
enseñanza a alumnos buenos, regulares, malos y pésimos.
Primero trabajé en colegios privados; después, como contratada (profesora no numeraria, PNN, hoy interina)
en institutos de enseñanza media y, desde que –en 1977– saqué las
oposiciones de agregado, como funcionaria en institutos de diferentes
provincias españolas.
He dado clase en Alemania a hijos de emigrantes y en Luxemburgo a
hijos de funcionarios comunitarios de distintas nacionalidades. Jamás me
cuestioné, entonces ningún profesor lo hacía, que mi forma de enseñar o
el nivel de exigencia hacia mis alumnos hubiera de depender, como suele
decirse ahora, del “contexto socieconómico” de sus familias.
Desde 1987 y hasta 1994 trabajé en la Escuela Europea de Luxemburgo
como profesora contratada o interina. Las escuelas europeas son
establecimientos que imparten enseñanza a hijos de funcionarios de la
UE. Son los países miembros los que seleccionan a los profesores, pero
cada año el ajuste de los horarios exige que se contrate profesores a
tiempo parcial, y las propias escuelas son competentes para hacerlo.
Este sistema de contratación en centros públicos es corriente en Europa,
y a nadie se le ocurre pensar que el hecho de haber conseguido impartir
diez horas de clase un año suponga un derecho adquirido a ser
contratado en años sucesivos.
Cuando me incorporé de nuevo al sistema educativo español lo hice en
un instituto que había adelantado la Logse. Entonces supe lo que era dar
clase en la Enseñanza Secundaria Obligatoria, única e idéntica para
todos los adolescentes. En nada se parecía a lo que yo había dejado
siete años antes. Quizás el haber estado ausente justo cuando se produjo
el gran cambio en la enseñanza española me permita calibrar mejor que
otros el deterioro de las aulas y de los centros de enseñanza pública.
Las clases de 3º y 4º de la ESO resultaban, a veces, un auténtico
martirio. Los profesores se daban por satisfechos si conseguían mantener
mínimamente el orden y la disciplina, pero enseñar, lo que se dice
enseñar, no sé realmente si habría muchos que pudieran hacerlo.
Había
votado socialista en 1982. Como algunos de mis amigos, profesores de
enseñanza media y votantes como yo de la izquierda, confiaba en que el
nuevo gobierno haría las reformas necesarias para que la enseñanza
pública española fuera, al igual que ocurría en Alemania o en los países
nórdicos, una opción atractiva para toda la población y no exclusiva de
la gente con escasos recursos económicos. Cuando empezó a plantearse la
reforma educativa observamos con estupor cómo, en lugar de contar con
catedráticos que hubieran demostrado su excelente formación académica,
los encargados de elaborar la futura ley solicitaban la colaboración de
profesores de dudosa competencia profesional, cuyo único mérito era su
afiliación a UGT o a CCOO.
Lo que entonces no podíamos siquiera imaginar era que el proyecto
socialista no pasaba por establecer un sistema de enseñanza en el que
primara la búsqueda de una mejor formación intelectual de los españoles.
Los nostálgicos de la revolución del 68 habían llegado al poder y
estaban dispuestos a aprovechar esa oportunidad para transformar la
sociedad a través de la educación. Así pues, el objetivo no podía ser
simplemente elevar el nivel cultural de la población, sino que se
trataba de emprender, a partir de la escuela, el camino hacia una nueva
sociedad, más igualitaria y colectivizada. No me puedo explicar cómo no
nos habíamos dado cuenta, si nosotros mismos, en aquel mimético Mayo del
68, habíamos clamado, como los estudiantes franceses, por una escuela
democrática e igualitaria, por una sociedad sin clases.
Para aquellos soixantehuitards, una educación exigente
conduciría sin duda a la reproducción de las diferencias sociales; era,
pues, obligado hacer descender el listón tanto como fuera necesario para
que todos los ciudadanos pudieran saltar la misma altura. Algo que para
ellos no suponía problema moral alguno, pues tenían, y siguen teniendo,
la absoluta convicción de que una sociedad sin clases sólo puede
lograrse si todos los ciudadanos reciben la misma educación.
Casi todo el mundo puede hoy hablar de las nefastas consecuencias de
la implantación de la Logse, pero sólo si se acepta la explicación
ideológica de sus orígenes se puede comprender por qué resulta tan
difícil la implantación de medidas que, inspiradas en el más puro
sentido común, podrían resolver alguno de los problemas que las
disposiciones de aquella ley nos han traído.
Cuando en 1996 Esperanza Aguirre reunió a un grupo de catedráticos y
expertos académicos de reconocido prestigio intelectual para elaborar un
nuevo programa que sustituyera el incomprensible currículo de la
enseñanza secundaria obligatoria no era fácil prever la oposición brutal
que nacionalistas y socialistas organizaron. Y no lo era porque ese
aparentemente absurdo currículo no era tan absurdo, ya que respondía a
las intenciones ideológicas de nacionalistas y socialistas.
El juego político de la izquierda educativa española ha sido tan
oportunista como tramposo. Uno puede desgañitarse pidiendo más
enseñanza, más esfuerzo, más disciplina, más trabajo; será como predicar
en el desierto, porque la izquierda ha logrado secuestrar el sentido
común de la población. Sin mostrar sus cartas, sin decir a dónde querían
llegar, los socialistas y sus acólitos de la izquierda han conseguido
dominar el lenguaje y con ello, como ya Orwell advirtió hace muchos
años, manipular el pensamiento. La jerga educativa suena a música
celestial a los oídos de una sociedad preparada para creer con fe de
carbonero lo que no está dispuesta a cuestionarse: la bondad de los
músicos que la profieren. Cuántas veces, tras un discurso inane sobre
educación de un político socialista, pregunto a alguno de sus
maravillados oyentes qué es lo que ha dicho y éste me responde: “No sé,
pero es estupendo”.
Muchas
de las medidas que en los últimos ocho años se han tomado en la
Comunidad de Madrid han cambiado el paso a los recalcitrantes ingenieros
sociales de la izquierda española. Poner un examen al final de la
Primaria para que se pueda saber si los niños han aprendido lo más
importante en matemáticas y lengua castellana parece una medida simple,
incontestable y dentro del más puro sentido común, y sin embargo, desde
que se implantó, hace ya siete años, cualquier errata o pequeño detalle
que se escape a la edición o a la redacción de la prueba es motivo de un
escándalo político de consecuencias impredecibles.
La implantación de colegios públicos bilingües provocó un
extraordinario revuelo: ¿cómo se podía aceptar que unos colegios fueran
bilingües y otros no? Sólo el éxito de estos colegios y el compromiso de
irlos extendiendo ha frenado la indignación de sus detractores.
¿Y qué decir del Bachillerato de Excelencia? ¿Alguien puede entender,
si se prescinde de los motivos ideológicos, que la izquierda en bloque
haya salido a censurarlo?
Las movilizaciones de los profesores de secundaria han tenido como
detonante unas instrucciones en las que se pedía a los profesores que
ajustaran sus horarios con un mínimo de 20 horas semanales de clase, una
menos que el máximo legalmente establecido. La violenta reacción de los
sindicatos, el apoyo incondicional a éstos por parte del gobierno
socialista y la utilización electoral del candidato del PSOE a las
generales están tan fuera de proporción, que sólo se pueden explicar por
el miedo de la izquierda militante a la pérdida del poder absoluto que
hasta ahora ha ejercido sobre la escuela pública.
Señores profesores, no se dejen ustedes embaucar de nuevo. Podrán los
políticos del PP haber sido tibios a la hora de gestionar la educación,
pero no les pueden acusar del destrozo de la instrucción pública
española. La responsabilidad de ese destrozo es de quienes han querido
utilizar la educación para transformar la sociedad y no han reparado en
medios para lograr sus fines.
El filósofo francés Jean-François Revel en su libro El conocimiento inútil
se refería al declive de la enseñanza pública francesa por la
imposición, tras las revueltas de Mayo del 68, de ciertos dogmas
pedagógicos con estas duras palabras:
La pretendida matriz de la justicia pare así la injusticia suprema. (…) El sueño de los nuevos pedagogos consiste en trasformar la escuela en herramienta de destrucción de la sociedad, por la mentira y la ignorancia.
ALICIA DELIBES es viceconsejera de Educación de la Comunidad de Madrid.
No hay comentarios:
Publicar un comentario